TAL Y COMO ÉRAMOS

lunes, 11 de agosto de 2008

Maria, sentada en una mecedora descolorida por el paso de los años, observa silenciosa a su nieta preferida. Esta, ajena a tal observación, camina por la casa con el teléfono móvil en una mano y su ordenador portátil en la otra. Tiene prisa por llegar a su lugar de trabajo.

Maria recuerda la vida tan distinta que a ella le toco vivir; en una casa donde no había preocupación por operar en bolsa, por entrar en Internet, por tomarse un café con las amigas o por darse prisa para ir a trabajar a la oficina. Su mente no puede evitar recordar aquellos años y aquella vida que ahora se la hace tan lejana.

Maria vive en una casa, con las puertas y ventanas roídas por las polillas, donde el agua se almacena en cántaros colocados en los rincones y la única luz existente la proporciona un candil de aceite; donde el coche se convierte en burro y la cochera en cuadra, en una casa donde la única preocupación existente es pensar lo que dar de comer a los cinco niños que, acostados en una cama hecha a base de un cañizo apoyado en dos banquetas, con unos colchones rellenos de paja, sayos o lana, esperan impacientes que su madre les diga que el café de pepitas de algarroba tostada ya está listo.

En esta casa, la vida discurre tranquila y rápida a la vez. Las faenas se amontonan unas sobre otras, la pobre madre va y viene muy atareada mientras los niños se entretienen en quitarse los piojos que juegan con sus cabellos.

María y Manolo son los padres de cinco niños alegres pero muertos de hambre. Sus juegos consisten en correr por las calles de piedra espantando a las moscas que, acudiendo en busca de comida, inundan el espacio destinado a respirar el aire puro de la sierra.

Manolo, hombre dedicado a trabajar en el campo, se levanta al alba, con los primeros rayos de un sol que no entiende de ricos ni de pobres. Se toma un vaso de café de algarrobas con pan migado y se dirige hasta la plaza del pueblo con la esperanza de que algún manijero lo señale con el dedo para darle trabajo. Si tiene suerte, estará todo un santo día quitando las malas yerbas al trigo, la cebada o los garbanzos. Si tiene más suerte aún, algún agricultor le dará un trozo de terreno a aparcería para que labre el cereal, lo siegue y luego lo trille, llevándose al final la mitad, el tercio o el cuarterón de la cosecha.

Si no tiene suerte ese día, marchará al campo de igual manera y pondrá algunos lazos para cazar un conejo o un pájaro perdiz y así poder llevar carne fresca a su casa para que su querida esposa pueda hacer un arroz con conejo que les quitará la maldita hambre por unas horas.

También puede ocurrirle que le den la leña para que haga un horno de carbón, trabajo en el que se dejara la salud a base de cortar los troncos con un serrucho de dientes rotos, donde los días se confunden con las noches, y en el que tardara una semana en prepararlo y un mes en quemarlo.

Mientras, María ha preparado la casa, ha tirado las heces que su familia ha depositado en un orinal la noche anterior, dado el desayuno a sus hijos y se ha marchado para hacerles las faenas a las señoritas del pueblo. Lava la ropa en un lavadero público donde las piedras, colocadas en el suelo, la obligan a ponerse de rodillas y permanecer así varias horas. Luego debe acarrear al agua a cuestas, en unos cántaros que se sujeta en el cuadril, y llevarlos hasta su casa, ubicada a un kilómetro de la fuente.

Con un poco de suerte Maria podrá ir al campo a trabajar todo el día recogiendo carbón, para que a continuación el dueño le deje llevarse a casa el cisco que debe entresacar de la tierra. Estará contenta porque podrá calentar a sus hijos y hacer la comida en un anafe durante varios días.

Con un poco más de suerte también se llevara a casa un haz de leña para poder encender la candela y mantener el fuego vivo a fin de hacer un buen rescoldo, colocar encima las estreves y sobre ellas una olla donde meterá unas bellotas troceadas, un huevo y un migajón de pan. Esa será la cena que tendrán en casa de Maria, si tiene suerte, porque si no la tiene se conformarán con comerse las bellotas asadas en la candela.

Mientras ella trabaja, los niños se dedican a pedir un trozo de pan con aceite a las vecinas más próximas, con los mocos resbalándose por sus naricitas y metiéndoseles en la boca.

Luego esperan impacientes a que su padre venga del campo y les traiga escondidos en los bolsillos unas almendras, bellotas, nueces o algarrobas cogidas a espaldas del dueño de las mismas. Esperan también que sobre un cartón pinte con un palo sacado de la candela el contorno de sus pies descalzos, haga un molde sobre restos de ruedas usadas y con pita les confeccione unos alpargates para poder andar mejor, que les impida mojarse los pies o clavarse los chinos de la calle.

María sueña con tener pan para sus hijos y un plato de comida caliente que les calle el estómago durante un rato. Sueña con tener una casa acogedora, que huela a flores, sueña con pulsar un botón y que le regale luz o darle a una manivela que le proporcione agua corriente.

Pero nada de eso tiene Maria. Su vida se le escapa sin una pizca de alegría salvo las propias que les dan unos niños correteando por calles repletas de cacas y orines de perros.

No obstante y pese a la miseria en la que vive, Maria es feliz, porque comprende que por encima de los bienes materiales está el bien espiritual, y porque también comprende que la verdadera felicidad está dentro de uno mismo, está en la mirada cariñosa de un esposo cansado después de un largo día de trabajo, en la sonrisa que le dedican sus hijos cuando la ven asomar entre los pinos del camino, o en la entrega que se hacen los amigos cuando se necesitan unos a otros.

Ella se consuela pensando que todos los vecinos tienen la misma hambre y que no hay ricos y pobres, sino pobres y más pobres. Es un periodo generalizado que une a los desgraciados con el mismo mal: la miseria y la mala vida.

Así ha transcurrido toda una vida llena de pesar, trabajo y sufrimiento. Ahora ésta le ha dado un respiro, le ha regalado comodidades, comida, agua corriente y luz. A cambio se ha llevado juventud, ilusiones, anhelos y esperanzas.

Mira a su nieta y no puede evitar que una sonrisa se dibuje en una boca llena de arrugas y dentadura postiza, mientras un consejo sale de un corazón hecho viejo a base de tanto latir; “aprovecha cada minuto, cada segundo, porque el tiempo que pierdas hoy, no lo recuperarás mañana, hija mía”.

A cambio recibe una tierna sonrisa y un cálido beso.

1 comentarios:

Manuel García dijo...

Pues Conchi, sucede que esta historia fue la de nuestros padres y abuelos. Y quién sabe. Mi padre me cuenta historias de miedo, miedo del de verdad, de ese en el que la miseria te roba una hermana, un amigo o al niño recién nacido. Sin embargo, cada vez que habla de su niñez no lo hace con resentimiento, ni pena, era otro mundo, sencillamente otra realidad en la que nosotros seríamos muy desgraciados, pero ellos eran felices. Porque otra cosa (quizá la única buena) que tenía la pobreza era que alimentaba la solidaridad y las gentes se ayudaban en todo momento. Aquellas gentes se respetaban más los unos a los otros, esos viejecitos han obrado puros milagros para que ahora tengamos todo este nivel de vida, y sin embargo, nos reímos de su ignorancia a la hora de manejar cualquier capricho tecnológico.
Un abrazo para ti y todos los tuyos.